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El príncipe negro

La luna brillaba intensamente sobre los árboles de los Jardines de San Marcos y bañaba con una luz espectral las facciones del Príncipe Negro; Mariano Batista, jefe de los sin ley de la antigua ciudad colonial de Aguascalientes. Una daga centelleó en el cinturón del Príncipe Negro, pero este día Mariano Batista no venía por negocios.

Mariano Batista era un hombre alto, de tez tostada y rápida estocada en oscuras esquinas y vacíos callejones. Una barba recortada con pulcritud cubría sus mejillas, y todas las muchachas del pueblo se derretían por él, a pesar de que el Virreinato lo buscaba con ahínco. Cuando Batista pasaba bajo los balcones al anochecer, con sus ladrones; las muchachas cerraban sus ventanas e imploraban a sus padres de no llamar a los soldados. Mucho del éxito del Príncipe Negro y su hermandad de bandidos, era la complicidad de las chicas de la Villa de Aguascalientes. Y así, Batista era el ladrón más rico y el más temido en este lado del Atlántico.

Aquel día el corazón del Príncipe Negro latía desbocado, mientras cada segundo que esperaba agazapado en los Jardines de San Marcos, se le hacía cada vez más eterno. Los Jardines estaban cerrados a esas horas de la noche y un centinela custodiaba cada una de las cuatro legendarias puertas de San Marcos. Para Mariano había sido un juego de niños, escalar el muro a través de una enredadera y deslizarse por un árbol. Pero el bandido no comprendía cómo lograría entrar Isabel Talavera Ávila, a quien había citado esa noche en la capilla central de los jardines. El tema de la entrada de Isabel lo preocupó unos momentos, pero luego su mente divagó y recordó.

Había visto por primera vez a Isabel Talavera mientras caminaba en el mercado de Aguascalientes con el rostro cubierto por una capucha. Isabel hacía las compras de la semana, acompañada de María Dolores, la rolliza criada de la familia Talavera. En cuanto los ojos de Mariano se cruzaron con los de Isabel, el Príncipe Negro intentó apartar la vista, pero ya era tarde. Había quedado prendado de Isabel, la hija de Santos Talavera, el general del ejército virreinal desde Aguascalientes hasta el Paso de Cortés.

Como en un sueño, Batista observó cómo Isabel se alejaba, moviéndose entre los puestos con gracia y regateando con clase. Isabel sintió unos ojos clavados en ella, y se volvió a buscar a quien con tanta intensidad la observaba. Fue en ese momento que el corazón de Batista se saltó un latido.

Isabel era una chica de tez blanca y cabello tan oscuro como la noche sin estrellas. Dos definidas cejas enmarcaban sus ojos negros como el bosque cuando anochece; que parecían contener la inmensidad misma. 

Sin embargo, María Dolores la jaló bruscamente, alejándola de aquel desconocido que se escondía bajo una capucha y con el brillo de una daga en la cintura.

Batista salió corriendo del mercado, con el corazón latiendo rápidamente y buscando averiguar quien era aquella bella doncella que había logrado capturar su corazón. La respuesta se la dio el viejo Pedro “Bailanubes” antiguo maestro de la cuerda floja, y el hombre en quien Batista más confiaba.

–Anda con cuidado, hijo– le dijo el viejo Bailanubes– Pues el amor es el más vil de los venenos. Mata lentamente, y la única cura es aquella que causó el mal.

–¡Dime quien es, por caridad!– le imploró Batista– ¡No puedo dejar de pensar en sus ojos negros!

–Por eso mismo no debería decirte– respondía Pedro. Pero tanto insistió Batista que Pedro acabó por ceder.

–Cuida tu corazón, hijo– repitió– El amor no respeta a nadie, Príncipe Negro. Pues la doncella de la que te has enamorado, es nada más y nada menos que la hija mayor de Santos Talavera, general del ejército virreinal.

¡Cuánta fue la rabia de Batista al enterarse de esto! Rabia por su debilidad, rabia por los ojos oscuros y rabia por el cabello negro. Intentó olvidarla, pero conforme los días pasaban, se encontró a sí mismo pensando cada vez más y más en ella, y frecuentando el mercado en la esperanza de encontrarla.

Batista empezó a perder empuje en la banda, empezó a perder concentración. Estuvieron a punto de capturarlo en varias ocasiones. La situación llegó a tal grado que el viejo Bailanubes tuvo que intervenir.

–Tienes que hablar con ella, hijo– le dijo– O un día de estos, te hará perder la vida.

–No puedo acercarme a la casa de Santos Talavera– respondió– Me llevará a las cárceles del Virrey.

–Conseguiré que te encuentres con Isabel en los Jardines de San Marcos– prometió Pedro Bailanubes– En la próxima luna menguante, cuando la luz sea lo suficientemente suave para que te ocultes en la capilla. Y allí, Príncipe Negro; deberás resolver este asunto de una vez por todas, si no quieres bailar en la horca.

–Si no puedo estar con ella, lo mismo me dará morir en la horca– respondió Batista loco de amor.

–¡Calla insensato!– exclamó el viejo Bailanubes y le soltó una sonora bofetada. Cualquier otro hombre se hubiese encontrado con la daga del Príncipe Negro en el corazón, pero Pedro era diferente. Batista le hubiera confiado su vida en una caja a Pedro Bailanubes–Tu muerte arrebataría la libertad a todos los mulatos y indígenas que componen tu banda. Si no vivirás por ti, vive al menos por ellos.

Y fue así, como Mariano, el príncipe de los sin ley, se encontraba agazapado bajo una ahuehuete, esperando a Isabel Talavera, la doncella que se había robado su corazón en una mirada y un susurro de faldas. Aquella noche se celebraba una fiesta donde se burlaban de la muerte, con danza, vino y canto. Con el tiempo, esto se convertiría en el Festival de Calaveras de Aguascalientes. Por eso, aquella noche, los jardines permanecerían solos, completamente abandonados y eran el lugar perfecto para encontrar a Isabel Talavera.

De pronto, el Príncipe Negro oyó el crujido de una rama al partirse, el delicado susurrar de unas faldas y el ahogado resonar de unos zapatos.

Isabel Talavera surgió detrás de la esquina, caminando en el camino de cantera con decisión, a pesar de ir a encontrar al bandido más buscado de su tierra. Estaba más bella que la primera vez que la vio. La luz de la luna bañaba su faz de una suave luz plateada y sus ojos negros resplandecían en la noche como dos estanques de aguas oscuras. Estaba tan hermosa que dolía.

–Me dicen que se ha prendado de mí el Príncipe Negro– Isabel habló a la oscuridad y a los jardines vacíos– El bandolero más buscado en esta parte del mundo… Salga ahora, Príncipe y dígame si esto es verdad.

Batista abandonó su refugio en el ahuehuete y salió a encontrar a Isabel con pasos cortos, como si estuviese borracho. Y borracho estaba; borracho de amor.

–Es verdad Isabel– respondió Mariano– Y no podré ser feliz hasta hacerla mi esposa. Sin usted, los colores son más pálidos y la comida más insípida. Oh, amor mío y deleite de mis ojos… ¿aceptaría verme aquí cada luna menguante? Y así, conocernos mejor… hasta que el amor surja.

–Habla usted con palabras atrevidas– respondió Isabel– Pero usted es bandolero ¿Qué tiene que ofrecerme? Es agraciado de figura, pero yo no me puedo casar con cualquier hombre.

–Soy bandolero solo por necesidad– dijo– Soy el Príncipe Negro, el príncipe de los bandidos. Es a mí a quien claman los titiriteros, los mulatos y los indígenas cuando se les comete injusticia, pues los grandes hombres peninsulares no son capaces de escuchar el lamento de su pueblo. Yo reparto justicia. Yo reparto comida para que sus hijos no mueran de hambre… Si hay un Dios en esta tierra, ante él responderé. No ante los hombres que son los causantes del mal y sordos ante el llanto de la gente.

Los oscuros ojos de Isabel brillaron sorprendidos.

–Hasta este momento pensé que me encontrar con un bandolero cualquiera– dijo Isabel– De haber sabido quien era usted en realidad, Príncipe Negro… Lo siento. Lo siento de verdad.

En las hermosas facciones de Isabel se dibujó una sonrisa triste. De inmediato, de detrás de las bancas, de los arbustos y de los árboles, salieron los soldados de Santos Talavera. El General mismo salió de la oscuridad y avanzó hacia él enarbolando su espada plateada y con una sonrisa satisfecha bajo su bigote negro.

–Ha bailado mucho tiempo con la muerte– dijo Santos Talavera– Es hora de conocerla, Batista.

El General Santos Talavera amartilló su pistola y apuntó a las sienes del Príncipe Negro.

Mariano Batista miró por última vez a Isabel Talavera que le sostenía la mirada, melancólica, preguntándose si quizá había cometido el mayor error de su vida, mientras el arrepentimiento le calaba hasta los huesos.

–Dispara, yo ya estoy muerto– dijo el Príncipe Negro y bajó la cabeza.

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